La Palabra nos enseña que la fe es
«la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.» El pasaje
de Hebreos 11, cumbre en lo que la Palabra enseña referente a la fe, nos
recuerda la importancia de la perseverancia en lo que se cree en función de los
padecimientos presentes que siguen sin resolverse. Vivamos pues en fe sabiendo
que esta será siempre honrada por nuestro Padre Celestial.
El apóstol Santiago, quien
probablemente escribió la primera epístola del Nuevo Testamento, confrontó a la
iglesia naciente con
algunos asuntos netamente prácticos relacionados al ejercicio de la vida espiritual. Con el estilo directo
que lo caracteriza, pregunta a sus lectores: «¿Si un hermano o una hermana
no tienen ropa y carecen del sustento diario, y uno de vosotros les dice:
"Id en paz, calentaos y saciaos", pero no les dais lo necesario para
su cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe por sí misma, si no tiene obras,
está muerta» (Stg 2.14-17). La fe de tal persona no tiene vida,
afirma Santiago, porque las obras son la evidencia más tangible de un corazón
trabajado por Dios. Estaba preocupado de que la Iglesia se inclinara hacia una
espiritualidad egoísta, que excluía del ejercicio de su fe las acciones
concretas de amor hacia los demás. Esta misma actitud había caracterizado al
pueblo de Israel durante siglos.
En
el pasaje que consideramos esta semana podemos encontrar el origen de la
convicción que movía el corazón del apóstol, el ejemplo mismo de Jesús. El
incidente que relata el evangelio de Mateo seguramente es representativo de
decenas de situaciones similares en las que los discípulos tuvieron oportunidad
de ver cómo el espíritu tierno de Cristo se traducía en acciones concretas hacia
aquellos que estaban a su alrededor. El evangelista nos dice que, «entonces
Jesús, llamando junto a sí a sus discípulos, les dijo: Tengo compasión de la
multitud, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer; y
no quiero despedirlos sin comer, no sea que desfallezcan en el camino» (v. 32).
Debemos notar, al pasar, el asombroso
compromiso de la multitud con la persona de Cristo, pues habían estado con él
en el lapso de tres días. Es evidente que durante ese tiempo las personas no
habían tenido oportunidad de volver a su casa ni de procurar algún alimento. Esta
clase de comportamiento siempre ha sido la evidencia más clara del obrar
soberano de Dios, pues la intensidad del momento espiritual lleva a que los
participantes pierdan la noción del tiempo y desatiendan aun sus necesidades
más básicas. Algunos, incluso, podrían haberse sentido tentados a descartar
estas necesidades como molestas distracciones frente al mover de Dios. Sin
embargo, la situación no escapó de los ojos acuciosos de Jesús y fue movido a compasión.
La compasión es una
de las características que distingue a la persona cuyo corazón ha sido tocado
por el amor de Dios. A diferencia de la lástima, la compasión traduce el
sentimiento de angustia por la necesidad del prójimo en una acción concreta que
busca aliviar dicha situación. En este caso, Cristo reunió a sus discípulos con
un doble propósito, además de señalar la premura de la gente, también pretendía
movilizarlos a la acción.
El
proceder de Jesús está plenamente alineado con el corazón bondadoso del Padre.
Encontramos una expresión típica de su ternura en Deuteronomio 15.7 y 8:
«Cuando haya algún pobre entre tus hermanos en alguna de tus ciudades, en la
tierra que Jehová, tu Dios, te da, no endurecerás tu corazón ni le cerrarás tu
mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano liberalmente y le
prestarás lo que en efecto necesite».